El gusto entra por los ojos. Lo primero que atrae a una persona de un plato
de comida es su presencia, la forma en que es presentado al público. Por esta
razón, en los restaurantes de alta cocina, el chef se esmera no solamente en la
preparación de un plato, sino también en su presencia. Si una comida está
exquisita pero luce horrible, nadie le prestará atención y el esfuerzo del chef
y sus ayudantes de cocina habrá sido en vano, así como una pérdida de tiempo y
de los recursos invertidos en su preparación. Y esto sucede en cualquier clase
de restaurantes. Similarmente ocurre con un auto. Hay autos que a pesar de su
alta calidad, las ventas no satisfacen siquiera las cifras del costo de
producción. Y es que el diseño juega un papel muy importante, vital muchas
veces, para que auto logre cifras de ventas satisfactorias. Por supuesto, el
diseño solo no es suficiente si la calidad es pobre. Por ello, calidad y diseño
constituyen prácticamente un dúo inseparable.
Lo mismo podemos observar en la mayoría de las actividades del ser
humano.
Si lo expuesto anteriormente se cumple para los objetos y hasta en los
animales, porque un perro o gato despeluzado, sucio o con mal olor, la gente lo
repele, entonces qué podríamos decir con
relación a los seres humanos. En el universo en el cual se desenvuelven las
personas y sus relaciones entre sí, la presencia personal cobra una dimensión
extraordinaria. Basta con observar fotos y pinturas de siglos y hasta de
milenios atrás. La gente se esmeraba en lucir bien. Entonces surge de manera
obligatoria la pregunta: ¿Y por qué hoy, en estos tiempos llamados modernos,
esta tradición tan arraigada durante tanto tiempo ha perdido la importancia que
se le otorgaba en el pasado? Este hecho, aparentemente inexplicable, tiene
muchas posibles razones que han creado ese estado de dejadez, abandono,
informalismo o como se le quiera llamar en la actualidad: la pérdida de los
valores éticos, morales y sociales que por siglos y siglos se mantuvieron casi
inalterables; la influencia lesiva de los medios masivos de comunicación como
la radio, televisión, revistas, internet y celulares; la falta de una educación
adecuada en el hogar, la cual se ha ido perdiendo o debilitando con el paso de
los años; la crianza y educación recibida por los hijos de madres solteras, que
hoy no se ve tan grave como en el pasado, y el mayor problema no es que sea
madre soltera en sí, sino que ella se encontrará muy limitada porque se tiene
que convertir en la mujer orquesta; las corrientes del feminismo extremo que
dicen defender derechos pero que en muchos casos son otros sus verdaderos
objetivos; la aceptación social de conductas consideras inapropiadas en el
pasado y que hoy se manifiestan abiertamente sin el menor respeto o recato; una
educación formal incompleta o nociva en las escuelas, y así podemos continuar
señalando infinidad de otras causas. Sin embargo, todas coinciden o tienen un
origen común: el ser humano es esclavo de su educación. Si esta educación, ya
sea en el hogar, las escuelas o la información que recibe una persona o ser
social a través de los medios de comunicación, es, desde todos los puntos de
vista, inadecuada o perniciosa, el resultado será un ser humano muy diferente
al promedio de épocas pasadas.
La apariencia personal es parte importante en la proyección social y en la
concepción interna de un individuo. Hoy, el vestir tan casual o deportivamente
de ambos sexos es el resultado de una sistemática y maliciosa influencia de los
medios liberales-izquierdistas de información (los cuales odian la luz y la
belleza entre otros nefastos problemas u objetivos). Este ha sido un proceso de
décadas, en las cuales poco a poco se ha ido modificando la visión de las
personas con su vestimenta. Entonces surge de manera generalizada la
sustitución de la saya y vestido de las mujeres por los pantalones, rotos o con
parches como los mendigos porque eso es modernismo, los cuales hasta se llega
al extremo de imitar los pantalones al estilo masculino; los peinados
sofisticados de las mujeres por otros bien simples o andar con el pelo sin
peinar como si se hubiesen acabado de levantar de la cama; los zapatos, de
tacones o no, por los tenis (estos últimos si están sucios, mejor, más a la
“moda”); las blusas, algunas mujeres las sustituyen por camisas al estilo
masculino porque algunas de ellas piensan que las mujeres no son menos capaces
que los hombres, y por tanto hay que borrar toda diferencia injusta y
discriminativa; y en los hombres, nada de traje y corbata porque mientras más
informal se ande, más sexy y a la última moda.
Todos estos cambios en el vestir, destruyen las tradiciones de siglos y va
llevando al ser humano a un estado de enajenación social, de depauperación
personal, que le hace ver la vida sin colorido, gris, deprimente hasta el punto
de causarle una depresión tan fuerte que pierde el deseo de vivir y hasta le
puede conducir al suicidio. Y no exagero. Póngase usted a pensar que observa
una multitud de personas de todas las edades, sobre todo jóvenes. Las verá cómo
se visten actualmente, entonces imagine esa misma multitud con ropa de vestir,
elegante. Sería una diferencia astronómica.
Porque no es lo mismo ver a una persona, especialmente a una mujer, bien
vestida, arreglada, que verla sin peinar, sin los labios pintados. Le parecerá
que está ante una mujer abandonada, sucia, una bruja que solo le preocupa mirar
su celular, o preocupada en otras cosas triviales.
Compare esta imagen con la de una mesa. Es lo mismo para usted ver a una
mesa bien servida, arreglada, que ver una mesa servida de manera descuidada,
con una olla saliéndosele un poco de caldo, granos de arroz dispersos por
doquier, un asado descolorido, disperso de forma arbitraria, un puré de papas o
patatas en una fuente que parece que no la han lavado en tres meses, etc?
¿Comería usted con el mismo apetito o no se atrevería a sentarse a esta mesa de
indigentes?
Todos, en algunos momentos, hemos sido negligentes con nuestra apariencia
personal. Pero lo que no podemos es darnos el lujo de que esto se convierta en
una norma, una costumbre permanente si es que deseamos mantener el espíritu en
alto. La apariencia es nuestro aseo exterior; y si esto ocurre sistemáticamente,
nuestra salud mental se verá afectada con el tiempo. Nuestro amor propio (self esteem) se resquebrajará como una
pieza de porcelana. Por esta razón, la
más poderosa entre otras, es que los mendigos, indigentes (homeless) les es muy difícil recuperarse, regresar a una vida
normal. Su espíritu, su yo interno, se ha roto. Y del mismo modo sucede con los
demás, los que aún no han llegado al estado de mendicidad o de enajenación
social. En estos, la mala apariencia repercutirá desfavorablemente en su
subconsciente, y con el tiempo esa degradación paulatina exterior va enfermando
su estructura interior, su yo interno. Y entonces esa persona podría
convertirse también en un mendigo sin rumbo ni objetivos o en algo peor.
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